Hace meses cuando preparábamos el viaje e íbamos ubicándonos mentalmente en los países que queríamos recorrer, como un ajedrecista imagina sus futuros movimientos en un tablero llamado mapamundi, Chile siempre fue un fijo en todas nuestras jugadas de ataque.
Sin ningún motivo aparente, simplemente se nos quedó en la recámara en nuestro anterior viaje por la mastodóntica Argentina, donde varias veces flirteamos con cruzar alguno de sus decenas de pasos fronterizos, y siempre sentimos un extraño vacío por no visitar esa interminable franja de tierra.
La mejor forma que encontramos para cruzar a Chile fue, sin lugar a dudas, la más complicada y exigente: cruzar caminando las cordilleras andinas del sur del continente. Aunque no lo parezca dado nuestro tipín de toreros, nuestro estado de forma dista mucho de ser calificado como «apto» para este tipo de hazañas, así que decidimos dedicar unos días a acostumbrar cuerpo, piernas y sobretodo mente a la alta montaña, y Argentina una vez más nos proveyó con todo lo que necesitábamos.
El Chaltén, Capital Mundial del senderismo. más conocido como Trekking para los menores de 30 o como Hiking para… creo que sólo los yankis lo llaman así. Lo que viene a ser andar por el monte, para que nos entendamos. Porque si algo hay en el Chaltén, además de alojamientos caros, son senderos y montañas, y además preciosas todas ellas.
En realidad El Chaltén es un pueblo conocido por estar en la falda de una de las montañas más emblemáticas y carismáticas del mundo, el monte Fitz Roy, y escribiendo estas líneas tras haberla contemplado face to face, reconozco que cualquier adjetivo se queda corto para describir su majestuosidad y carisma, aunque lo intentaremos. Hay que decir que nuestra primera idea era viajar todavía más al sur y recorrer el parque nacional de Torres del Paine en Chile, pero por lo visto en la época de verano se ha convertido en una auténtica autopista de montañeros, con peajes (tasas) y reservas previas que complican un poco el disfrute de la experiencia naturalista, y no estábamos para muchas complicaciones… todavía. No sabíamos que Chile nos la tenía guardada aunque regateáramos su famosísimo parque nacional.
Llegamos al Chaltén acompañados por una suave pero cansina llovizna, tirando a txirimiri, y tras dejar nuestras casas móviles en el único hostel con camas libres que encontramos, decidimos dar un primer paseo hacia unas cascadas cercanas al pueblo, el «chorrillo del Salto», un caminito llano y agradable que nos dio mucha fuerza mental para seguir con el plan de cruzar a Chile caminando en vez de coger el primer vuelo de vuelta a la civilización. Aún me planteo si fue la mejor decisión. Pero animados por aquellos km facilones en plano, nos las creíamos muy felices.
Aún nos daría tiempo a subir a un par de cerros donde pudimos tener una buena vista del Chaltén, que a esa distancia parecía más un poblado Inuit de Groenlandia, esos lugares donde uno no acaba de entender bien qué cojones se les ha perdido ahí a los pioneros para establecerse en medio de tanta nada.
El pueblo esta formado por una pequeña e inacabada cuadrícula de calles en las que se levantan cabañas de madera salpicadas por alguna tienda de víveres y algún que otro restaurante o bar, algunos con más gusto que otros, varios hostales y muchas cervecerías artesanales, claves en la supervivencia de los senderistas que regresan tras una larga jornada de trabajo fabricando agujetas.
Tras ver los rostros desanimados de algunos montañeros que volvían de los trekkings en días nublados o medio lluviosos, decidimos esperar un par de días a que amaneciera la zona con un cielo impoluto, una de las ventajas de viajar sin prisa. Y con la llegada del sol ya no nos quedó ninguna excusa para no enfrentarnos definitivamente al Fitz Roy, 9 horas de caminata con una última subida de 2 horas demoledora. Y posterior bajada, claro. De esas que se ceban con las puntas de los dedos de los pies sin que puedas hacer mucho por remediarlo. Todo merecería la pena.
El camino hacia el mirador de esta gran montaña lo ameniza el ayuntamiento bajo la sombra de un bonito bosque y colocando coquetos glaciares, como el de Piedras Blancas. Hace que durante el camino quieras verlo desde todos los ángulos posibles. Francamente espectacular.
Todo el esfuerzo y sufrimiento queda en el olvido cuando tras cruzar preciosos bosques, ver gigantescos glaciares colgantes y contemplar infinitas cascadas de agua pura, uno se encuentra cara a cara con el monte Fitz Roy, una auténtica fortaleza de marfil resguardada por su propia laguna, con sus Torres y Agujas, su enigmática humareda en la Torre principal y su aura de fantasía que te atrapa y no te permite mirar otra cosa que la montaña, de un color claro tan diferente que aún habiéndola visto sólo por un segundo jamás se podría olvidar.
Cuando no tienes más remedio que emprender la bajada, siempre animado por el insistente y gélido viento que hace allí arriba, vas mirando hacia atrás todo el tiempo. como si perderte un segundo en contemplar tanta belleza o darle la espalda fuera pecado.
En realidad todo era parte de un plan, prepararse, con más miedo que vergüenza a la caminata más importante, la que nos llevaría al siguiente destino: la frontera de Chile. Esa en la que claramente no nos podíamos dar la vuelta ni quedarnos a pasar la noche al raso si estábamos cansados. Pero más que los kilómetros o el desnivel de la ruta, lo que nos hacia palidecer era cuando mirábamos el volumen de nuestras mochilas. Nunca me he arrepentido más de los «por si acasos».
¿Y que hicimos con ese miedo? pues lo mismo que con todos los demás, aceptarlo, asumirlo y hacerlo con miedo. Porque siempre al otro lado del miedo, está la magia.
Y ocurrió lo que suele ser más que habitual; que los muros más altos , las obstáculos que más paralizan y las montañas más difíciles de cruzar, están en tu cabeza. Recorrimos los 25 kilómetros ayudados por la belleza del lugar, cruzando charcos, bordeando lagunas y parando para ver trabajar concienzudamente a los pájaros carpinteros, pura cabezonería.
Y sin darnos cuenta estábamos en una caseta diminuta que hacía las veces de aduana sellando nuestro pasaporte para entrar a Chile. Nos recibió el lago O´higgins. Del azul más azul que recuerdo, y que baña el pueblo de Candelario Mancilla. Llamarlo pueblo quizás es excederse, ya que ese trata de una simple hilera de tres casas al borde del Lago, y debe su nombre al genio o al loco que decidió establecerse a un trayecto en barco de la última población de Chile. Hoy en día se le llamaría antisocial a secas. Aunque descansar en casa de esta familia, picotear sus frambuesas y guindas directamente del árbol y tomar un mate en su acogedora cocina es lo más social que haríamos en varios días.
Descansamos los kilómetros andados en una pequeña habitación de madera en casa de Ricardo Levican, nieto del fundador del pueblo, no dejamos de observar las diferentes tonalidades de azul que adquiría el lago O’Higgins al caer el sol y nos preparamos para cruzarlo a la mañana siguiente en un botecito que nos llevaría directos al principio y fin de la mítica Carretera Austral, un auténtico desafío lejos de todo y todos. Lo que ocurre a partir de este momento, ya es otra historia.
By Pere&Didi
3 comentarios
JUAN MANUEL ESCORIAL SAINZ · marzo 4, 2019 a las 10:21 am
Me ha gustado más la parte de Buenos Aires. Debe de ser por los bares, lo de andar lo justo y necesario.
El viernes 8 día de la mujer trabajadora, estaremos en contacto (si el alemán no me esconde el calendario).
Didi & Pere · marzo 12, 2019 a las 3:07 pm
Jajaja…sí, igual tu eres más de hacer trekkings pero sólo para llegar a la siguiente cervecería, es decir , solo por razones convincentes. Muy chulo el video del cumpleaños! Un beso.
juan manuel escorial sainz · marzo 8, 2019 a las 6:45 am
FELICIDADES Y FELIZ DIA DE LA MUJER