Siempre que entras en un país nuevo, inevitablemente echas mano del archivo mental que tienes: cosas que has leído, cosas que has escuchado de otros viajeros o gente del país en cuestión que te han permitido hacerte un mapa imaginario de lo que te vas a encontrar. En el caso de Chile no queríamos tener muchas expectativas para que nos sorprendiera, así que no investigamos mucho aparte del hecho de llegar caminando desde Argentina. Craso error de principiante, vaya si nos sorprendió.
Al principio estábamos encantados con nuestra idea aventurera de dejarnos llevar. Por ejemplo, jamás habíamos oído hablar del lago O´higgins, una extensa masa de agua color azul esmeralda, hipnotizante y con el curioso don de cambiar todo el paisaje a su alrededor según la luz recibida. Sin ir más lejos, esa montaña blanca tan impresionante del fondo solamente era visible, y además destacando mucho, durante unas horas para después camuflarse completamente entre las demás. La veo en la foto y aún no me lo explico.
Esa noche la pasamos en Candelario Mancilla, un pueblito que cuenta con 3 casas con verja bucólica, 1 coche que a saber como ha llegado allí, e innumerables pollitos.
Para cruzar el lago y llegar a O´Higgins, primer pueblo de la carretera austral, hay una lancha una vez al día. Sí amigos, la famosa carretera austral, aquella que en nuestra cabeza pensábamos recorrer entera de Sur a Norte. Angelicos… El precio de la lancha y que todas las personas con las que viajábamos llevaran sus tiendas de campaña, sacos y hornillos para cocinar, nos tenía que haber dado una idea de donde nos metíamos.
Pero esta vez hemos estado muy, muy lentos de reflejos, y para cuando nos quisimos dar cuenta de qué significa viajar por Chile, ya era demasiado tarde.
O´Higgins es un pueblo pintoresco, compuesto por cabañas de colores dispuestas en anchas calles de arena. Tranquilo, muy tranquilo, tanto que lo único que puedes hacer es sentarte a esperar que algo ocurra. Cosa que no parece que vaya a suceder hoy. En el centro del pueblo hay una biblioteca de madera preciosa y muy agradable para relajarse con una revista o un libro, ya que el wifi no nos funcionaba para avisar de que hemos sobrevivido el cruce (tras muchos días sin conectarnos a nada ya empezábamos a tener un síndrome de ansiedad importante).
Tras encontrar un alojamiento caro y malo (y no será la última vez que lo digamos, ya que desgraciadamente es una constante en todo el país, de ahí que todo el mundo cargue con sus carpas) y andar un poco por las calles del cement… pueblo, decidimos que al día siguiente ya podíamos ir tirando hacia el norte. Lástima que no quedara ni un triste asiento de autobús libre para el día siguiente. Ni para el otro. Justo cuando habíamos decidido ir avanzando como pudiéramos haciendo dedo, oímos que una chica tenía su propia furgoneta en la que llevaba a perdebuses como nosotros hacia el siguiente pueblo, Caleta Tortel, una villa muy emblemática y particular a unas 3 horas por carretera según google maps, a 7 según el ripio del camino, con su ferry de por medio, por supuesto.
Dado que el ferry se llena muy rápido, nos pidieron estar listos a las 6 de la mañana para partir cuanto antes y llegar al embarcadero con tiempo para no quedarnos fuera. Ok, sin problema, ponemos el despertador a las 5:30 y listos. Pero O’Higgins, ese pueblo de cabañas de madera donde nunca pasa nada decidió que esa noche no se dormía y punto. Sobre las 3 de la madrugada nos despertaron unos fuertes golpes en la ventana y la puerta de la habitación, la casera en estado de shock gritando ¡¡Evacuen!! ¡¡Incendiooo!! Nos temimos lo peor, sobretodo cuando al reaccionar y ponernos los zapatos dijo “El fuego está a unos metros, coged lo justo y necesario y largaos cuanto antes!” y así era, una cabaña de madera entera estaba quemando salvajemente a escasos 20 metros de donde estábamos nosotros, y todo el pueblo movilizado intentando apagar esa peligrosa pira. No teníamos otro lugar donde ir, así que nos juntamos a la improvisada cadena humana cargando baldes de agua hasta que al cabo de un rato interminable llegaron los bomberos y se hicieron cargo de la situación. Ya no dormimos más, por supuesto.
No seré yo quien diga que la carretera austral no es tan impresionante, porque lo cierto es que lo es, en tamaño, en riqueza natural, en la pureza de cada gota de agua que baja por las incontables vertientes y cascadas que acompañan cualquier camino. No nos impresionó, simplemente. O mejor dicho, no nos sorprendió, incluso había algo que nos resultaba incómodamente familiar, una presencia conocida que no debía estar allí, a miles de kilómetros de casa. Al poco nos dimos cuenta que toda esa zona de la Patagonia en realidad es como Huesca en tamaño para adultos, con sus preciosos lagos, bosques y ríos que tanto nos rejuvenecen el espíritu año tras año, estación tras estación.
Y con estas disertaciones geográficas de dudosa calidad llegamos a Caleta Tortel, todo un pueblo construido sobre pasarelas de madera y Palafitos (nueva palabra, acostumbraos porque la usaremos sin piedad al carecer de sinónimo en nuestro limitado léxico). La verdad es que al pueblo en cuestión no se le puede negar la peculiaridad, ni tampoco la incomodidad para moverse, ni los precios desorbitados para comer y dormir.
El paseo hasta el final de las pasarelas que lleva hasta la playa (no apta para el baño) nos dió una idea de lo zumbado que hay que estar para establecerse allí, eso sí, tuvimos suerte y justo se celebraban las fiestas Costumbristas (fiestas del pueblo de toda la vida) y entre choripanes y sopaipillas (una especie de pan frito que suelen acompañar con Pebre, una rica mezcla de tomate cebolla y cilantro) pasamos la tarde, jugando con los cariñosos perritos presentes, claramente lo mejor del pueblo.
Despedimos el día cenando con Thomas y Martha, una pareja de austríacos disfrutando de su segunda juventud que se aventuraron a cruzar de argentina a Chile junto a nosotros un par de días antes y con los que pudimos compartir muchísimas historias de viajes. Eso sí, quedamos a cenar a su hora, 7 de la tarde, horario nórdico, con lo cual a las 8 ya estábamos disfrutando de las preciosas vistas desde nuestra habitación, en la que pudimos por fin relajarnos y descansar tras varias noches movidas seguidas.
Nuestro optimismo mañanero nos ayudó con el autostop y menos de 20 segundos después de levantar el dedo nos estábamos ubicando en la parte de atrás de una pick up, con una media sonrisa entre el “hostias que divertido!” Y el “hostias que acojone!”
El trayecto de 2 horas “al fresco” en la terraza de la pick up nos dió el punto de adrenalina que nos estaba faltando en la carretera austral, avanzando entre cascadas, lagos, volcanes, bosques insondables y polvo, mucho mucho polvo. Al llegar a Cochrane estuvimos literalmente 20 minutos sacudiéndonos y palmeándonos propia y mutuamente, dejando una estela blanca a nuestro paso como aviones cruzando el cielo. Hay que decir que este es el primer pueblo en lo que llevamos de Chile que tiene cajeros (otra sorpresa por no informarnos). Creo que nunca hemos hecho contado tantas veces los billetes y monedas en nuestro haber.
Ya repuestos y visto que el autostop hasta el siguiente destino no iba a funcionar y tampoco quedaba ni un billete de autobús, volvimos a jugar con los simpáticos perritos de la plaza y descansamos pronto para tomar el primer transporte hacia Puerto Río Tranquilo.
Puerto Tranquilo posee un lago precioso por el que se accede a las famosas capillas de mármol y una plaza cuadrada con una iglesia curiosa. En principio no suena mal del todo.
La contra, un pueblo sin más con gente de más, alojamiento espantoso, e infinitos tours para el paseo en barquito a las malditas capillas de mármol (unas interesantes formaciones naturales esculpidas en rocas metamórficas colgando sobre el agua del lago). Es cierto que son bonitas y que el azul de ese lago impresiona, pero te disfrazan tanto de guiri, que la experiencia pierde la gracia.
Y ya. Next, please.
Por suerte a la mañana siguiente alcanzamos a coger el autobús hacia Coyahique, un pueblo muy grande enclavado en un valle perfecto para los amantes del senderismo, asunto que no nos interesaba lo más mínimo en ese momento, ya que la idea era avanzar hasta encontrar un lugar agradable y entretenido donde poder estar unos días.
Pasamos la tarde cocinando en la tranquila cocina del Hostel, cosa que agradecieron sumamente nuestras panzas y nuestro bolsillo. Mentiría si dijera que no buscamos vuelos directos desde Coyahique hasta Santiago, porque aquello de la carretera austral se nos estaba haciendo cuesta arriba.
Pero los viajes suelen poner a cada uno en su sitio, y a la mañana siguiente le quisimos dar otra oportunidad a Chile, intentando una difícil carambola que de ser exitosa nos llevaría a tomar un calmado ferry de 25 horas entre fiordos e islotes para llegar a la isla de Chiloé. Sólo teníamos que tomar el bus hasta puerto Aysén, de ahí coger un taxi a toda leche para recorrer los 15 km hasta Puerto Chacabuco y tomar el Ferry. Fácil no?
Llegamos al embarcadero blandiendo nuestras mochilas como banderas celtas, justo en el mismo momento en el que el barco se despedía con una sonora ventosidad en nuestra cara, 10 minutos ANTES de su hora. No lo llamaría puntualidad española precisamente.
Qué maravilla… No podíamos habernos quedado más colgados. Y El próximo ferry es dentro de… 4 días. Estupendo, que facilito que es moverse por este país. A nuestro lado había 4 personas más increpando con todas sus fuerzas al capitán del ferry. “Creo que voy a hablar con ellos que son chilenos y sabrán qué hacer, y donde ir, y cómo…” Y así, torpe y sencillamente, llegó una de las mejores cosas de nuestro viaje a Chile. Llegaron Salva y Alejandro.
By Pere & Didi.
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