Llegamos a Lima como quien llega a casa tras un intenso día de esquí y se pone los descansos tras servirse un whisky frente al calor del hogar bajo. Chile nos había dejado completamente exhaustos, más mental que físicamente, y una recuperación express se convirtió en nuestro principal objetivo más allá de revisitar una ciudad que ya conocíamos. De hecho precisamente por eso volvimos a Lima, porque sabíamos cómo nos acogería, y sobretodo cómo nos alimentaría! Revisando la cámara solo tenemos fotos de comida, si es que hasta los churros los hacían bien!
Escogimos El Barrio de Barranco para establecernos unos días y planear la ruta a seguir en adelante. Desde mucho antes de llegar a Perú en nuestras cabezas y estómagos todavía retumbaba el eco de ese manjar que nos enamoró en su día y de que nunca nos olvidaremos: El Ceviche!!
Tras liberar nuestras espaldas y dejar todos los trastos en un apartamento precioso y céntrico, nos dirigimos directamente a la taberna Canta Rana a probar una por una todas las recomendaciones que nos habían hecho propios y extraños. Ceviche apaltado con leche de Tigre. Gallina de piel.
Y no nos defraudó. Nada en los primeros días en Lima nos defraudó. El simple hecho de ir a un supermercado normal y corriente y prepararnos los mejores desayunos del continente ya nos alegraba el día. Empezamos a hacer footing con la salida del sol, sin duda la mejor forma de sentirse agradecido y en armonía con una ciudad, quemando todas las calorías que más tarde obtendríamos con nuestro nuevo mejor amigo, el Pisco Sour!
Tras una intensa tarde de aprendizaje y un par de botellas vacías, podemos decir que somos masters del cóctel peruano por excelencia. Zanjamos nuestra terapia Limeña dedicándonos una exquisita cena en el restaurante Isolina, donde cada plato es una obra de arte y cada bocado nos recordaba porqué habíamos vuelto a Perú.
Al cuarto día decidimos que ya estábamos recuperados y listos para seguir moviéndonos, e instalados como estábamos en el buen rollismo viajero, tomamos un autobús VIP de los que sólo hay en Perú, con asientos cama, películas y servicio a bordo para recorrer las 8 horas que nos separaban de Trujillo. “y qué es lo más bonito de Trujillo, caballero?” Le pregunté al taxista que nos llevaba sin prisas al hostel. “Sus balcones”. Fin de la cita. Y no le faltaba razón al tipo, pues más allá de algunas bonitas casas coloniales, con aire más que familiar, la ciudad de Trujillo en sí no tenía mucho más que ofrecer, de hecho todo lo interesante se ubicaba justo en sus afueras.
Y así fue como, tras años alejados de esa sensación mágica que te produce en el cuerpo y la piel la sola proximidad con la cultura Inca, volvimos a sentir su fuerza al visitar Chán-Chán, las ruinas más antiguas de todo el país, una antigua ciudad a orillas del Océano Pacífico donde la vida cotidiana marinera de hace 1000 años se exaltaba en todas sus expresiones artísticas.
Dedicamos el resto del cumpleaños de Didi día a sentir la playa y el mar en Huanchaco, pequeño pueblo costero donde además de fabricarse los famosos caballitos de Totora, unas canoas hechas de paja que yo personalmente no montaría ni aunque llevara años perdido en una isla, también podías pasear por su playa infinita para digerir tranquilamente el delicioso ceviche que sirven en Mococho, un restaurante recóndito donde sentirse cálidamente arropado por su ambiente caribeño. Felicidad a unos pocos soles de distancia.
La proximidad con el mar nos sedujo de forma irremediable, y cualquier nueva ruta que planeamos incluía sí o sí el dormir con el rumor de las olas y el remojarse los pies durante kilómetros de playa. Así que pusimos rumbo al norte y acabamos en Los Órganos, un tranquilísimo pueblo playero, de nombre no muy seductor, que nos ofrecía exactamente lo que buscábamos: por tierra, sol, playa y cerveza Cusqueña Trigo, por mar, Tortugas Marinas, ceviche y aguas cálidas, y en el cielo unos atardeceres de colores ardientes, casi furiosos, como si el sol expresara su rabia por tener que ceder su sitio en el cielo una vez más.
Siempre mirando al cielo decidimos seguir el rumbo de unos extraños pájaros con forma de Pterodáctilos, conocidos como tijeretas por su cola, manteniéndose en el aire sin mover siquiera un milímetro sus alas. Y los seguimos bien, ya que nos llevaron hasta el mejor destino en lo que llevamos de viaje, Máncora.
Destino playero, amable con todos, inquieto pero no intranquilo, Máncora nos atrapó en sus redes y nosotros nos dejamos llevar por sus interminables paseos, su onda surfera, el precioso hostel donde nos alojamos (La Casa Naranja), y sobretodo por el Ser de Luz que se nos cruzó en el camino: Laura. Viajera incansable, yogui máster, pura generosidad y calidez en sus formas, pensamientos y palabras, siempre atenta a sus sentimientos y a su brújula, nos indicó sabiamente que en Máncora debíamos quedarnos hasta entender porqué debíamos partir si es que esa era nuestra intención.
A Laura la conocimos porque con ella hicimos la mejor sesión de yoga de nuestra vida, pese a ser absolutos beginners en la materia, con sus indicaciones y movimientos sobre la esterilla en la playa mientras se ponía el sol, conseguimos sentirnos de nuevo en paz con nuestro cuerpo presente. Un mindfulness que nos acompañaría cada día durante las casi 2 semanas que disfrutamos de Máncora, de su malecón playero, de cocinar lo comprado en el mercado, de saborear platos exquisitos en La Sirena de Juan, un restaurante donde te sabe mal irte sin probar toda la carta entera.
Un mindfulness que adquirió aún más sentido al conocer simultáneamente a otros 2 Seres de Luz, que sin quererlo marcarían nuestro presente y futuro. El primero fue Jose Luis, un chico que se mueve por el mundo sin raíces y movido sólo por su instinto, un tío que sin pretenderlo transmite amor con cada palabra y sonrisa que te regala. Y la segunda Ser de luz… Ay Frida, pero de dónde sales tú, bichito?
Tras muchos paseos por la playa, una noche se nos juntó sin permiso ni vergüenza una perrita diminuta, decidida desde el primer momento en que nos vió a adoptarnos y enseñarnos el pueblo entero. De día y de noche. 4 días nos esperó frente a la puerta del hostel, y cada mañana al despertar la veíamos a través de las cañas de bambú de la puerta esperarnos pacientemente, sin levantar más de un palmo del suelo, oteando cada vez que se abría la puerta y moviendo el rabito con una tremenda ilusión cada vez que nos veía. Y 4 días estuvimos intentando buscarle un hogar donde necesitaran imperiosamente todo el amor que esta pequeñaja tenía para dar. Al quinto día le pusimos nombre, la vacunamos, le compramos una cama y un pasaje de autobús. Ya somos 3 en este viaje sin rumbo.
By Pere & Didi
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