




Porque esto, además de tierra de canguros, walabys y koalas, es también tierra de surferos que buscan su dosis de libertad en las costas de este extraño continente que es Oceanía. Marcas como Rip Curl se crearon aquí, en un pueblo llamado Torquay en medio de la Great Ocean Road, y allí encontramos la tienda surfer más grande que hayamos visto jamás. Si fuéramos surferos estaríamos alucinando, como no lo somos sólo nos queda pensar que algún día habrá que probarlo en serio.






La Great Ocean Road nos ofrecía todo lo que nos había prometido, y tras una tarde entera de intimar con canguros y koalas, seguíamos alucinando con cada recodo de la carretera, que nos obligaba a parar en la cuneta y rendir tributo a sus espectaculares atardeceres, que bañaban de cálido fuego toda la línea de costa hasta donde llegaba la vista. No teníamos ninguna prisa por llegar a ningún lado en concreto, porque esa noche habíamos decidido dormir en el coche rodeados de naturaleza, así que cuando se puso el sol decidimos parar en el primer pueblo, o mejor dicho en el primer bar, tomar una cerveza, luchar contra su wifi y buscar un buen rincón donde descansar. No fue fácil, pero lo encontramos, y despertamos rodeados de toda la naturaleza del mundo en forma de curiosas vacas y terneros.


Nos pusimos de nuevo en ruta atravesando un precioso parque natural que se alza sobre la costa y el horizonte, y pronto llegamos a los famosos Doce Apóstoles, un conjunto de Islotes separados de los acantilados por la acción del agua. Esta misma erosión es la que moldea los doce apóstoles y la que acabará con ellos algún día no tan lejano.
Llegar hasta aquí ha sido maravilloso, poder recorrer un gran tramo de la costa australiana sin percances ni canguros atropellados, poder ver koalas, disfrutar de sus atardeceres y contemplar la escena final de la Great Ocean Road, con sus doce apóstoles estéticamente perfectos, quedará en nuestra memoria al recordar este gigante que es Australia.


No había mejor forma de despedirse de Oceanía, todo había salido a pedir de boca. Ya habíamos embarcado las maletas en el aeropuerto, y sólo quedaba esperar. Cariño voy al baño a asearme un poco que lo de dormir en el coche me mata. Ok, no tardes, que no vamos sobrados… lo siguiente que recuerdo es salir del baño, ver a Diana gritando, ver una cola kilométrica para el control de seguridad, otra cola kilométrica para el control de pasaportes, estar corriendo como nunca jamás he corrido en un aeropuerto mientras veía los letreros de nuestro vuelo: «CLOSED».
Al ver el letrero de Puerta Cerrada no sufrí por perder el avión, sufrí por la ira de Didi que caería despiadada sobre mi… Al fin, en la última puta puerta de la última maldita sala del aeropuerto, entraron dos energúmenos chillando y blandiendo los billetes de avión como si se tratara de dos sables piratas al abordaje. Literalmente estaban cerrando el avión, y en una obra de caridad sin precendentes en el mundo aeroportuario nos dejaron pasar para que pudiéramos sentir las miradas de odio del resto de pasajeros acordándose de nuestros antepasados más cercanos. Nos dio tal subidón de adrenalina al encontrarnos sentados en nuestros asientos que miramos el reloj, le dimos 6 minutos para llegar a las 11 de la mañana, y sin dudarlo pedimos 2 gin tonic para desayunar. Que sean 2 más por favor, el vuelo es largo y el estrés grande. Aunque no por mucho tiempo. Volvemos a Asia.

By Pere& Didi.
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